En Castilla, la primavera se tiñe de amarillo.
Los campos resplandecen dorados y las encinas en las dehesas
se llenan de esas flores casi inadvertidas que aclaran e iluminan
el verde ceniciento de sus hojas.
El paisaje humanizado de la dehesa es reiterativo y regular.
Sus encinas crecidas al azar, han sido seleccionadas por el hombre
que ha decidido cual crecerá y cual no. Sus ramas han sido también podadas y los animales que pastan sus campos comieron
sus brotes hasta una altura, dando el último toque estructural.
Pero el conjunto conseguido es de una gran belleza serena y a la vez inquietante, porque el que penetra en sus campos entra en un gran laberinto donde puede perderse, por la similitud de sus arboles todos parecidos, sus praderas onduladas o llanas, que te relajan y te seducen, y al cabo del tiempo ya no sabes de donde partiste.
Arboles que te enamoran, por su gran porte y majestad,
que te recuerdan aquellos arboles que pintabas de niño,
a la imagen de la encina.
Paisaje que se viste de fiesta al llegar la primavera
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